El gran pez



El fastuoso y complejo imaginario de Tim Burton, definitivamente uno de los más talentosos y creativos cineastas norteamericanos de la actualidad, encuentra un justo balance en “El gran pez”, relato de resonancias míticas, acercamiento a las raíces fellinianas (el mundo del circo y del arte en sí mismo) y la permanente ambivalencia y duplicidad entre “verdad” y “ficción”.

Esta vez, a diferencia de filmes anteriores, Burton no sólo cuenta la historia fantástica, como en “La leyenda del jinete sin cabeza”, sino que los narradores se alternan en un “presente”  a partir del cual se evocan los  intensos recuerdos -la vida misma- del personaje central interpretado, ya mayor y moribundo por Albert Finney, y en su juventud por un vivaz Ewan Mc Gregor.




¿Qué es, entonces, aquello que nos deslumbra en esta original propuesta? Sin duda, ese colorido y reiterado, llamativo espectáculo que, en su presentación de personajes -el gigante, el empresario circense que encarna Danny De Vitto o la misteriosa y seductora Helena Bonham Carter- nos confirma, por un lado, un camino directo y un “retorno a las fuentes” en Burton. Fuentes como la magistral “Ed Wood” y la inolvidable “Batman vuelve”. Por otra parte, tenemos la misma consistencia del drama y el misterio en “El gran pez”, desde los momentos iniciales, con personajes, ya éstos, diríamos, de “carne y hueso” -Jessica Lange, Alison Lohman- que contribuyen a un mundo más ecuánime y contrapesan el mítico universo que se ha creado “del otro lado” o que sólo sobrevive, urgente y ansioso, en la mente del veterano Albert Finney.

Es cierto que Burton, rindiéndose a las convenciones  y convicciones de la fábrica hollywoodense tuvo un tremendo desacierto con “El planeta de los simios”. Ahora se ha recuperado en gran forma y nos entrega, es justo decirlo, uno de los filmes más entrañables del aún joven siglo XXI, siempre en el marco del cine norteamericano.

El propio descubrimiento del amor por parte del protagonista, lleno de intensos y vivaces colores y una esperanza que parece desmedida, contribuye por igual al aura sensible,  mitológica del filme. Burton ha sabido encontrar el tono justo en esta variada sinfonía, que a la vez es galería de seres atípicos y universos en apariencia alejados y poco comunes, para brindarnos un retrato que acude, presto, a la mente del espectador más entusiasta, el que se deja seducir ante esta multitud de imágenes que convocan, reiteradamente, a un mundo de ensueño, a un “Nunca jamás” tan preciso como incierto, que, por ejemplo, no “anuncia” la muerte al protagonista y ésta sólo le es revelada por su hijo -el joven actor Billy Crudup- en un emocionante instante de la película.

¿Son las imágenes finales, a la vez, parte de la “fabulación dentro de la fabulación” que rige el filme como una constante? “El gran pez”, con su narración clásica, sus ambientes a campo abierto, la iluminación clara y la enseñanza permanente del sueño como recurso necesario para una vida más amena, nos deleita en la presentación de seres a la vez más increíbles e improbables, pero también nos sitúa en una realidad, la cual, sin embargo, sólo es un pretexto porque siempre, de algún modo, volvemos a las mitologías urdidas por el protagonista, por último, él mismo como  “El gran pez”  del título, con su sapiencia, su habilidad narrativa, su poderosa inventiva. imaginario.

Burton se moviliza con una facilidad sorprendente en este universo, el onirismo constante del filme se potencia y expande. Estamos ante una obra mayor que merece una re-visión inmediata, un homenaje al espectáculo, al juego de la vista, a las películas del Hollywood clásico (recordamos a Frank Capra, por ejemplo). En última instancia, lo que el propio Burton es, él mismo,  y propone en cada una de sus obras mayores y, ahora, ya, maduras.

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