Brando, un rebelde con causa
Por Jorge Zavaleta Balarezo
En un principio
representó a Stanley Kowalski sobre las tablas, a las órdenes de Elia Kazan. Su
convincente personaje en “Un tranvía llamado deseo”, la célebre obra de
Tennessee Williams, pasó entonces al cine, siempre dirigido por Kazan. Su
pareja -la intensa y asfixiada emocionalmente Blanche DuBois- fue la hermosa
Vivien Leigh. Los fotogramas más famosos de esta cinta de 1958 muestran a la pareja en verdadero
conflicto: un robusto Marlon Brando en camiseta, en el esplendor de su juventud
pero con una ya madura caracterización.
Sí, era él. Brando había pasado por el
Actor´s Studio de Lee Strasberg, el mismo por donde igualmente transitaron
Montgomery Clift, James Dean y la propia Marilyn Monroe. Ese taller de la
actuación sigue siendo como un despegue para las leyendas. Allí Brando, a la
vez que aprendió un modo de actuar, impulsó el propio. Kazan lo volvería a
dirigir en “Nido de ratas”, en la que actúa junto a la bella rubia Eva Marie Saint
y por la que recibió su primer Oscar en 1954, y en “Viva Zapata”, modelo de
“filme de tesis” que comprueba la corrupción de un revolucionario cuando
detenta, por fin, el poder.
Marlon Brando aparentaba ser inexpresivo y,
curiosamente, a la vez, se desbordaba y nos deslumbraba con sus
interpretaciones. Otro maestro, Joseph Leo Mankiewicz, de la flor y nata del
Hollywood clásico, lo dirigió como Marco Antonio en “Julio César”, basándose en
la sangrienta tragedia shakespeariana. A Brandon sólo le daban papeles a su
medida, y como tal, respondía de la mejor manera. En “El rebelde” conduce a una
pandilla de motociclistas y cimenta su propio mito: gorra, chaqueta de cuero,
vehículos ligeros y veloces que casi literalmente atraviesan la pantalla.
Juvenil, y ya un ídolo, Brando podía desperdigarse sin mucho esfuerzo en un
melodrama como “El motín del Caine”, un “remake” de una película de los 30, que
él reactualizaba a fines de los 50 y en cuyo rodaje conoció a Tarita, uno de
sus exóticos amores de la Polinesia, así como fue Movita. Y actuaba, por igual,
en “Sayonara”, “La casa del té en la luna de agosto”, “Guys and dolls” o
“Desirée, la amante de Napoleón” al lado de la hermosa Jean Simmons.
Su vida excesiva, su personalidad ególatra,
sus gustos y disgustos, todo era noticia en él. Ser tempranamente un “monstruo
sagrado” de la pantalla nunca fue demasiado problema. Quizá, realmente, alguna
vez sí se puso a reflexionar sobre la tensa relación con su padre o recordar a
su cariñosa madre. A Brandon le importaba él mismo, más que nadie, es lo que
repite ahora y desde hace años medio mundo, pero su exilio perpetuo en una isla
de Tahití parecía confirmar sus temores pero también sus grandilocuencias.
Artesanos vitales como John Huston y artistas
clásicos y respetados como Chaplin, que, juntos, hacen un buen historial del
cine, le dieron sendos roles en películas no muy significativas pero que lo
vincularon a dos mitos eróticos. Huston le hizo pareja de la bella Liz Taylor
en “Reflejos en un ojo dorado”, según la novela de esa escritora tan tierna que
es Carson McCullers, y Chaplin, a su vez, le puso de compañía a la monumental
Sophia Loren en lo que ahora sería un blockbuster inevitable, “La condesa de
Hong Kong”, al menos por el peso del dúo estelar.
Brandon hizo su único trabajo detrás de
cámaras en “One-eyed Jacks” y no le fue nada mal, un western extraño y
desarraigado, casi como uno de los aspectos de su complejo ser. Los 70s lo
levantaron con fuerza y nos mostraron al aún inolvidable Paul de “El último
tango en París”, solitario y casi insanamente enamorado de Maria Schneider,
quien tras su muerte, ha hecho unas declaraciones no muy fidedignas. Bertolucci
logró su obra mayor y el erotismo extraño y a la par vital del filme tuvo que
vérselas con la censura en buena parte del mundo.
A fines de la misma década, otro grande,
Francis Ford Coppola, quien le permitió ganar su segundo Oscar por “El padrino”
original -que él rechazó-
lo eligió para el rol de Kurtz en la excelsa “Apocalypse now”. Basada en
“El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, Brando supo aparecer en ella,
sin ninguna cautela en los últimos treinta minutos de esta cinta que, no hace
mucho, se presentó en una versión extensa con el “montaje del director”. Brando
se lucía en un duelo contra la vida y la muerte, transgrediendo a los propios
invasores del Vietnam en guerra y fundando una colonia con sirvientes. Marlon
Brando había triunfado otra vez.
Y ese fue, casi, el final, si lo consideramos
como la eterna estrella de cine. Luego vino el aparatoso millón de dólares que
cobró por aparecer poco más de un minuto como el padre de Supermán en la
tetralogía que protagonizó el hoy semiparalizado Christopher Reeve. Vinieron
papeles sin sentido y la misma necesidad o necedad de aparecer, aunque no era necesario,
para recordarnos que, sí, era el más grande. De “Un novato en la mafia”, “Don
Juan de Marco”, “La isla del doctor Moreau” o incluso la última aparición de su
carrera, “The score”, en la que incidentalmemnte se reunió con Robert de Niro,
uno de sus mejores herederos, no se
puede decir casi nada.
Marlon Bando es, en verdad, la representación
de una buena parte del cine americano más clásico y esencial. El Vito Corleone
de “El padrino”, con su mandíbula ortopédica y sus habilidades para negociar bajo
la mesa, hizo historia de inmediato, como igual de instantánea fue la
reveladora fama de Brando. No murió en la ruina económica, como falsamente se
ha afirmado, y es justo reiterar que no hubo ni un alma en Hollywood y en todo
el planeta cinéfilo que no sintiera su muerte ni expresara su hondo pesar. La
leyenda, el rebelde, el audaz se fue justo este 2004 cuando apenas unos meses
antes había celebrado 80 años. Una vida de película, una existencia enorme, el
recorrido de un grande que se aleja con su estela radiante, el actor por
excelencia. Ese fue -es- Marlon Brando, ahora, él también, como muchos dignos
antecesores, en el paraíso de la estrellas. Y, sin duda, en un lugar
privilegiado. Descanse en paz.
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