Peter Greenaway, arquitecto y dibujante del cine





Por Jorge Zavaleta Balarezo

Amado y odiado a la vez. Esa parece ser una definición ligeramente justa. Pero de eso se trata. A estas alturas,  el galés Peter Greenaway (Newport, 1942) es endiosado por cierta crítica y considerado un cineasta de culto por quienes se sienten abanderados de una heteróclita formación, alta y refinada. A su favor, podríamos decir que no son solo las vastas referencias metacinematográficas, muy presentes en sus filmes, las que los hacen particulares y sobresalientes. Aquellas van ligadas permanentemente a los laberintos borgianos, que le causan tanta complacencia, a la pintura de ciertos maestros europeos, y a la arquitectura, como una arte de simetría y perfección.

Entre 1959 y 1981, Greenaway destaca como un aplicado director de cortos y documentales, algunos de ellos para el British Film Institute y con variados temas que, en realidad, recogen los principales intereses del cineasta. Por ejemplo, el primero de ellos, Death of sentiment (1959-1962), trata sobre la parafernalia ligada a los ritos y la arquitectura funeraria, con imágenes de losas sepulcrales y referencias a los entierros.



Otra de las particulares fascinaciones de Greenaway es la cartografía. Al entender los mapas como un ideograma a través del cual se descifran lugares donde hemos estado o nos gustaría conocer, y plasmarlos en una representación dimensional, asistimos a un verdadero misterio. Ello para explicar A walk trough H, que versa sobre el camino que toma el alma una vez que el cuerpo muere. El documental es un recorrido a través de mapas para explicar aquel concepto.

The falls, un documental curioso y extraño, muestra, raudamente, noventa y dos casos de actos absurdos o increíbles, certificados por los medios de prensa y presentando a testigos.

En 1982, por fin, estrena su primer largo,  El contrato del pintor, e inicia con mucha decisión la trayectoria que hoy lo ha encumbrado. Se trata, ya, de un trabajo de acertijos y misterios, ambientado en la Inglaterra del siglo XVII. El propio título nos guía al particular gusto por las artes en Greenaway, que aquí, más allá de cualquier lectura simbólica, y situándonos en un contexto histórico, nos hace partícipes de cómo los pintores ingleses comienzan a cobrar importancia y son contratados por la “alta sociedad”.

Z.O.O. (1986) es una primera variante, en tanto representa una nueva faceta de Greenaway, por ejemplo en esa muestra de la descomposición de los cuerpos que una cámara acuciosa, fija y objetiva sigue en cada etapa. Tres líneas argumentales se desarrollan en ocho etapas, que en el sentido de la película, aluden a las ocho partes de la evolución darwiniana. La biología, la mitología y la pintura holandesa están presentes en esta obra compleja que transita entre la tragedia y descansa, como lo señalan las iniciales del título, en las bases de la zoología. Rodada en Holanda, el referente pictórico son las obras de Jan Veermer, célebre artista flamenco país del siglo XVII. La idea de la muerte, que guía el argumento, está desligada de cualquier liturgia o ritual.

Ya se apuntan, pues, algunas líneas directrices en el cineasta británico, lo cual será confirmado con El vientre del arquitecto (1987), imbuida del arte renacentista y filmada en Roma. Las resonancias clásicas en torno a la “ciudad eterna”, hacen de esta película, igualmente compleja, una reflexión sobre el artista y su obra y, por último, sobre el lugar que tenemos en el mundo. El protagonista, Stourley Kracklite, es un arquitecto norteamericano que llega a Roma a presentar una exposición. La película gira, en general, en torno a siete arquitectos y refiere a dos que realmente existieron, el francés Boullée y el italiano Piranesi, ambos del siglo XVIII. Los planos y las ubicaciones de los personajes en el encuadre responden a esa misma “intención arquitectónica” manifiesta desde el título del filme.

Ahogados por números, una de las cintas más lúdicas y misteriosas de Greenaway, lleva al extremo el juego de cifras, secretos y acertijos, con una constante simbología que invoca a una “metafísica de los sentidos puros”, a punto de estallar ante la gran cantidad de información. Conocida también como Conspiración de mujeres, sintetiza en este título el que tres  hermanas asesinen, sucesivamente, a sus respectivos maridos, en un ambiente totalmente onírico, mezcla de cuento de hadas y universos surrealistas.

El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante es la cinta que más fama le ha dado al cineasta británico mundialmente, aunque es también, sin duda, el morbo lo que ha llevado incluso a quienes no resistirían una película suya a buscarla incansablemente. Perversión, sadismo, canibalismo, violencia, todas son caras de una misma moneda en esta trama que, en base a ello, soporta una historia de amor y erotismo, absolutamente extraña, atípica, donde el cocinero es un voyeur cómplice de los amantes y cada espacio -el restaurante, la cocina- resume las intenciones del director, tan preocupado por el funcionamiento de nuestro cuerpo humano, de lo que ingiere y evacúa. El Veronés y el Leonardo de La última cena son citados por el autor en esta  película que, es cierto, asocia su contenido, por ejemplo, al acto de comer y de servir cada plato, pero al que subyacen las muestras más ominosas, propias de la  sevicia humana.

Prospero´s book, The baby of Mâcon y Pillow book fueron rodadas entre 1991 y 1996. La
primera de ellas  es una versión de La tempestad, de Shakespeare, y está planteada como una presentación donde lo libresco, lo literario, el conocimiento y una cierta “magia renacentista” concurren en un argumento sumamente original. Como en la pieza teatral, el desterrado Próspero, tercer duque de Milán, y su hija Miranda naufragan en una isla donde ocurrirá una serie de peripecias que siguen la teoría más aristotélica. El realizador, quien eligió al célebre John Gielgud para el papel de Próspero, pensando quizá en las notables perfomances shakesperianas del actor, otorga una dimensión mítica al protagonista y para su construcción se basó, asimismo, en una serie de personajes, más reales que inventados, de la Edad Moderna europea.

Artistas del Renacimiento tienen presencia entre las infaltables referencias pictóricas de esta cinta: Tiziano, Rubens y Brueghel, entre los principales, nos deleitan con sus cuadros como inspiración o parte de la escenografía. El “juego de espejos” y la “representación dentro de la representación”, que Shakespeare planteó ya, por ejemplo, en Hamlet, le dan un pretexto preciso al director galés para expandir su imaginación. Aunque no es solo una reflexión sobre los libros y la literatura, Prospero´s book bien se vale de ellos para exponer su discurso, libre y autónomo, sobre las posibilidades del ser, los accidentes de la vida, aquella condición humana que a veces nos martiriza y para presentarnos a demonios como Calibán, que representa ese mundo "otro" al que la civilización se empeña en conquistar.

The baby of Mâcon no solo es un argumento a la vez teatral y operístico, cuyas imágenes muestran primero el nacimiento y al final el desmembramiento de un niño, una vez muerto, al modo más sui generis del director del filme. Subyace en él una simbología numérica que incluso está vinculada a los ritos cristianos y los relatos bíblicos. Nuevamente se fusionan, una y otra vez, “realidad” y “ficción”, con referencias a la historia moderna, a partir de la anécdota inicial. Pero quizá lo más interesante es la estructura en tres actos del filme, que gira en torno al pueblo de Mâcon, abandonado del favor de Dios, donde la esterilidad  de las mujeres es una constante y, aún más, una maldición. Por eso, el bebé del título, como un mesías, bien podría traer la ansiada felicidad a la comunidad y evitar su desgracia.

La representación se torna metacinematográfica cuando constatamos, hacia el final, que no sólo nosotros, el público de la sala, hemos sido los únicos en verla, sino que, al interior del filme conviven otros igualmente atentos espectadores. Los aplausos de este público ficticio, continúan, en off, acompañando los créditos finales y ello le otorga, justamente, el carácter a la vez más lúdico, simbólico y literario que el director de esta cinta pretendía para ella. Así demuestra, una vez más, las infinitas posibilidades de experimentación, de teatralización, de una búsqueda constante de acercarse, muy eclécticamente -aunque muchos críticos cuestionen esta postura- a un público que lo busca y lo admira por cada uno de sus trabajos.

Pillow book se constituye, por derecho propio, en una obra mayor de Greenaway. Construida al estilo de una caja china, se sitúa como una historia de amor y filiaciones, en la cual el libro del título es una exhibición y una guía permanente, a distintos niveles, en el filme.  El cineasta se inspira en el compendio Makura-no-soshi, cuyo título se traduce, literalmente, como Libro (de la) almohada. La autora de este texto es Sei Shonagon (966 – 1017), perteneciente al período Helan de la historia del Japón y dama de honor de la emperatriz Sadako.

La película parte de la recreación del pasado de la protagonista en dicha nación oriental y profundiza en una complicada relación amorosa. Nuevamente la presencia de la muerte, no sólo como tragedia, contribuye a un relato donde las “bellas artes” encuentran un ambiguo espacio de fusión. Solo pensemos en los caligramas que se imprimen sobre el celuloide o las letras e ideogramas que colman el cuerpo de la bella y conflictuada Nagiko, marcados con tinta y para siempre.

8 ½ Women, le hace un guiño, desde el título, al clásico italiano. Y The Tulse Luper suitcases es la más reciente entrega, en tres filmes, de Greenaway, ahora sobre el personaje del título, primero durante su niñez, en la Segunda Guerra Mundial, y luego, ya adulto, como un coleccionista de noventa y dos maletas que vive inesperadas situaciones. La enunciación simple de este argumento, obviamente, no es más que una llamada a interesarnos por descubrir, admirados, la obra de un cineasta perfeccionista, obsesivo, milimétrico, guiado por el instinto de lo exacto, de la ciencia en conjunción con el arte. En su obra, una trama se entiende completamente si hacemos nuestra propia, obligada tarea no solo de cinéfilos, sino de hallar, así sea difícil el origen de esa serie de alusiones, referencias, “trampas” que el exquisito Peter Greenaway coloca con sapiencia y no poco entusiasmo en cada obra. Estamos, que duda cabe, ante un maestro contemporáneo de la imagen en movimiento.






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