Psicoanálisis Estival
Cuando llegan las seis de la tarde -‑esa hora que
encierra, juntas, incertidumbre y esperanza‑-, desde el malecón de Pucusana se
observan las ondas marinas, furiosas, en un constante devenir, hambrientas de
venganza. Los minutos, a la par, persisten en su paso hasta que el sol -‑un
círculo amarillento, casi rojizo‑- se esfume, tragado por la tierra, allá en el
lejano horizonte, cediendo, aunque de mala gana, su lugar a la tenebrosa
oscuridad: símbolo eterno de la noche que todo lo cubre, tratando de
comportarse como un bondadoso ogro mitológico.
María surge de pronto, caminando con
lentitud. En la playa, las aguas remueven las piedrecitas, las cambian de
posición, queriendo dar a entender aún más -‑¿por qué serán tan obstinadas?--su
consabida superioridad. Los pasos de
ella -‑intentando detenerse de a pocos‑-, son certeros.
Son pasos que imitan los tiros al
blanco, escuchados hasta hace poco: tiros de cazadores practicando antes de sus
matanzas, por las tardes. Su piel, a pesar de la oscuridad marina del momento,
se advierte bronceada, aunque es blanca de origen. Cubierta por prendas
fugaces. Los tiros están dispuestos a herir o matar aves indefensas, inquilinas
de ese cielo límpido, un manto con blancos adornos gaseosos. Una blusa crema
con botones del mismo color, semiabierta, provocando, sugiriendo. Sonreía. Un
pantalón de esos popularmente llamados calientes, un short, azul y
desteñido.
Me crucé con su esbelta figura cuando
se aprestaba a bajar las gradas de concreto, camino a la orilla. Si ella fuese
como la prenda y quizá más, quizá ardiente, la alegría, visitante oportuna,
aumentaría. Allí, ausencia de gentes.
Pucusana, la apacible caleta al sur de la metrópoli, tiene más barcos
que personas. Ondas y ruidos parecieron tranquilizarse por la soledad
presente. La caleta es portadora de una
espléndida hospitalidad, con sus restaurantes dispuestos a recibir acalorados,
sedientos clientes, y sus casas blancas, con agua para vender en las puertas,
dicen traída de muy lejos, nunca de dónde.
Esa noche, desacostumbrada a
visitantes así, se preparaba a recibir la exclusiva forma de la damisela de
paños llamativos, seductores, fugaces. Eróticos. Él, sin quererlo, empezaba a
conocerla. Luego -‑apenas unos instantes posteriores, deseándolo ahora-‑ a
amarla. Una población tranquila. Un lugar acogedor, frecuentado por familias
enteras, ávidas de ocio, placer --¡ah!‑- y diversión -‑¿qué más podía hacerse?‑-
en la época estival.
Al principio no entendió o no quiso
hacerlo, esa enternecedora sonrisa canicular -‑sí, porque el veintiuno de
diciembre estuvo aquí y esta era su secuela‑-, mostrada por unos dientes
blancos (un poeta griego pensaría en establos celestiales), partes de una boca
romántica... labios carnosos, rojizos...
Ella le sonrió, pero no se detuvo.
Continuó descendiendo las escaleras, tratando de alcanzar el océano. Él sí se
detuvo. Alelado. Aturdido. Sus pies se negaban a dar pasos. Su cuerpo, él
mismo, no sabía qué hacer, qué decir, qué plantearle o proponerle a esos
hermosos ojos incansables.
Se recostó en la arena. Su cuerpo no
muy delgado, su blusa enterrada. Con la grava y arena formaba un trío
desentonante. Grava y arena, grises y frías. No importaba. También, en el suelo
natural, los largos cabellos rubios descansaban. Cerca, un rompeolas dejaba
escuchar el ondulante pero sobre todo violento recorrido marino, intentando
rendirle a ella un homenaje que aceptaría como otro cumplido -‑debía estar
demasiado acostumbrada‑-, nada especial -‑pensaría‑-, recibido con una fingida
indiferencia.
Bajó por fin a
tratar de conversarle. Primero la miró. Ella, aunque no lo distinguía, buscaba
el horizonte. Las estrellas los acompañaban, tan lejanas y útiles a la vez, sin
encapricharse, sencillas, iluminando desde donde estuviesen así solo vivieran
en ilusionadas mentes. Necesitaba hablar con alguien. Él lo advirtió. Para
fortuna propia, era el único interlocutor posible en millas... y el más
avezado.
Nombre. Dirección. Teléfono. Gustos.
Manera no muy excéntrica, suponía, de
iniciar una conversación. Tanto para averiguar de una amiga recién hallada, una
amante en potencia. Optimismo. Intuía su nombre, su rostro era elocuente. Nombre
de virgen, no te equivocaste. Recostada y pensativa, qué pensaría sobre su
presencia. Seguro cavilaba en el próximo día, cuando, era una costumbre, ese
círculo brillante resurgiese de su exilio y volviera a iluminar el paisaje, a
aclarar el pueblo.
Por la mañana, los pescadores irían a
encontrarse con el alimento y la mercadería. Irían en sus bolicheras, lanchas
carcomidas por el tiempo eterno. En el pueblo, los heladeros buscarían clientes
deshidratados. Ahora, sin embargo, era de noche. Las luces se mostraban muy
pálidas y ella seguía echada en el borde, en las orillas veraniegas casi
heladas, sintiendo la brisa y balbuceando, al comienzo, algo, queriendo dar a
conocer tantas cosas que, de pronto, tenía metidas en la cabeza.
Se despojó de su blusa. En pantalón
corto y la parte superior del bikini entró al mar. Estaría gélido a esa hora.
Ella extrañaría al sol pero se conformaría con mojarse, remojarse en esas aguas
abandonadas al momento por el calor. Ella se bañaba y riendo salpicaba espuma:
luego empezaron sus carcajadas. El quiso unírsele. Sentía ese éxtasis, como la película de Hedy
Lamarr, tanto como la mujer que seguía internándose entre los olas a manera de móviles
arenales. La ropa no se despegaba de su
cuerpo. Le privaba de la tentación. Mejor, de la acción.
Escuchaba su risa, similar a
la de una histérica, no sabía por qué, y recordaba la conversación de antes. Su
nombre, su apellido. Él se presentó. Luego ella, con entusiasmo. Muy cerca, a
pocos metros de ellos, se divisaba la isla de rocas negras, una especie de
acantilado semigigante. Hablaron de pintores flamencos, de El año pasado en
Marienbad en cine club, de Thomas Mann, de la literatura que él estudiaba
en la universidad. La convenció para llevarla a almorzar. Se refirió al
siguiente campeonato de vóley, al teatro en la ciudad. ¿Y la urbe? ¿Cómo
estaría? Más allá de vomitar humo, uno de sus goces inevitables, otra cosa
estaría ocurriendo. Los autos iban hacia ella, por la vieja carretera, a
contaminarla con sus tubos de escape y anunciando su llegada con el infernal
chirrido de gastadas llantas.
María dijo me voy y sus brazadas, tan
ágiles y sorprendentes, la alejaron de él, de su vista, y la contagiaron de
mar, de agua salada, de infinitud. Trató de ubicarla. Era tarde. La inmensa
oscuridad del cielo impedía cualquier pesquisa. Se perdió con rapidez entre las
olas o desapareció tras las rocas negras. Esperó quince minutos y no la veía.
Se impacientó. Transcurrió un rato, largo, nervioso. La madrugada reemplazaba a
la noche y él se decidió a investigar.
Dónde estarían los largos cabellos
rubios. Dónde las piernas bronceadas a plenitud y exhibidas en secreto. Dónde
la mujer dichosa y sonriente. Tenía esperanzas de poder encontrar su figura,
escuchar otra vez su voz, ver su cuerpo entero y plácido. Se zambulló en el
agua y nadó hacia la isla. Unas cuantas algas y otros tantos erizos fastidiaban
el recorrido. Buceó un poco. No estaba
por allí. Quiso ser un submarino para explorar las profundidades a ver si la
ubicaba flotando entre el reino de lo desconocido.
Su mente daba vueltas. Sus
pantorrillas sufrían escalofríos y sus huesos, entumecidos, se negaban a otro
movimiento, ni uno más siquiera, así fuera leve. Retornó a la orilla. Tomó sus
prendas que evidenciaron fidelidad mientras su dueño luchaba entre los límites
marinos.
Se encaminó al pueblo. Pucusana
debería estar durmiendo. Qué hora sería.
Ya el tiempo no importaba, nunca importa. Era el momento, él con el
cuerpo mojado -‑agotado y friolento‑- podía sentirlo, de las brujas que
quedaban de primavera y de los mostrencos veraniegos que soltaban sus hechizos,
cometían sus travesuras horrorosas tantos días, que, esta noche, la luna,
tímida, se negaba a salir, a presentarse entera.
Llegó a su casa. Se acostó, rendido.
Los gallos cantaban con sonora insistencia.
No cesaban sus llamados a los durmientes, sus afinados coros se
convertían en sinfonías pre matinales.
El sol había vuelto a conciencia, entró por la ventana, con intensidad
hiriente, molestando sus ojos, obligándolos a abrirse. Los gallos y el sol, el
estío y la naturaleza con su vehemencia le dijeron levántate y estaba
incorporándose, dejando, para no perder la costumbre, la cama sin tender,
cuando llamaron a la puerta.
No recordaba
mucho de lo ocurrido horas antes. Olvidó
sus posibles culpas y su nueva --misteriosa-- amistad. Un oficial con revólver
al cinto, de esos tipos que usan uniforme y armas para intimidar y nunca lo
logran, se presentó y solicitó -‑él lo dijo así‑- su identificación.
Pudo rememorarlo. Ella. María, ese
nombre flotando en su sueño. El ofrecimiento a almorzar. Febrero era el mes de
la canícula por excelencia. El cine club de la ciudad de la torre. Que cuál es
su nombre. Era periodista. Que en qué periódico. Las cimbreantes tanguistas
disfrutaban, apenas el sol nacía, de su estada en el balneario. No tenía
trabajo estable ni pensaba conseguirlo. Algunos caballeros, la mayoría tímidos,
miraban a las bellezas desde el malecón. Que qué hacía aquí. A usted no le
importa. Unos golpes verbales hábilmente intercambiados. Le tocaba interrogar. Lo haría con gusto. Con suspenso. Con temor.
Que qué querían de él. El guardia no mencionó para nada a María y menos a una
chica que yacía en el mar, flotando sobre las aguas con la boca abierta,
mirando al cielo, esperando ser levantada por ángeles anónimos, quizá hasta
pecadores.
Era una simple revisión, un tipo de
censo, le dijeron. De la sociedad podía esperarse cualquier acción y más aún de
sus fuerzas represivas. Los autos jugaban a perseguirse en las curvas del
cerro, mole pétrea indestructible que protege, aunque no está cerca, el
poblado. Los niños seguían pensando cómo mejorar sus habilidades
arquitectónicas a la par que contemplaban el derrumbe, para ellos una
catástrofe, de sus castillos arenosos medievales. Fácil era hacer tortas, no
construcciones fortificadas.
Retornaba a su lecho, pero llamaron
nuevamente a su puerta. María rubia y entera. Y no era (¿o sí?) un fantasma.
Con la blusa transparente y mojada.
Riendo, por variar, quizá. Preguntándole si estaba asustado o si se
había entristecido. Pidiéndole un refresco. Sonriendo con sus dientes
blanquísimos. Decidida a contarle toda
su vida. Diciéndole que no tenía nada que hacer. Ofreciendo preparar el
almuerzo, la cena: me quedo a dormir si quieres, me portaré bien. Una
niña contando cuentos de hadas. Él no comprendía esta situación, su actitud
aparente, su modo de ser, su comportamiento, sus complicadas intenciones
amorosas impersonales. Cuál era su mundo
interior. Trató de ser psicoanalista. Ella, hablaba del mar.
Le dijo chao al dejarlo en una esquina
de Pardo. Mañana te veo. Pasaron los días, las horas, interminables, los
minutos angustiosos, los segundos como valiosas gotas de un antídoto vital.
Pasaron las semanas, los meses. Un año. Le salían canas, ficticias, y su espera
se prolongaba infinita, misteriosamente. ¿De veras se ahogaría en el mar
aquella noche? Qué sería de ella. El
auto con la placa de rodaje (LOVE8$) circulando por la tierra. Ella y sus ojos
llamativos, guiñándole, permanente en sus sesiones oníricas, en sus despertares
sudorosos.
Compró un diario. Leyó la página
cultural. Confirmó sus sospechas. Esa tarde, la señorita María... sustentaría
su tesis para optar el grado de doctora en psicología en la universidad urbana.
No continuó las líneas.
Imaginaba el resto. Una estudiante,
futura psicoanalista, conoce a un hombre e intenta examinarlo con extrema
suspicacia. Ella corre al mar, se esconde. El paciente, ignorante de que es
tal, no la sigue y la deja ir. Ella aparecerá en su casa y averiguará, por
testimonio personal e inconsciente, todo cuanto necesita saber de él, un falso
amigo, un falso amante. Anotó la dirección del auditorio. Se interrogó sobre su
próximo paso. Las personas presentes en la ceremonia escucharían atentas, quizá
hasta estupefactas, aunque el caso no era tan novedoso, pero sí hiriente para
el principal implicado, es decir él
mismo. El jurado pensaría en el paciente. En el armario del dormitorio encontró
el revólver, igual que en las películas. Lo limpió, lo introdujo en una bolsa de
plástico, luego en el bolsillo interior de la casaca. Salió rumbo a la
universidad. En el camino, mientras el auto patinaba en la autopista Ventura,
se descerrajó, con violencia, un tiro en
la sien, segundos después de pensar en lo imposible. En ella. En María.
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