David Lynch, sueños y pesadillas
“Mulholland
Drive”, la célebre película de David Lynch conocida entre nosotros como “El
camino de los sueños”, inquietó, sedujo y confundió a más de un espectador en
cada lugar del orbe donde pudo verse. El hasta ahora último largometraje de
Lynch, del año 2002, (luego ha rodado los cortos “Rabbits” y
“Darkend Room”) nos da mucho más
de una clave -pese a su enmarañado argumento- para acercarnos, otra vez, al
universo de un cineasta tan complejo, amante de lo onírico, lo surrealista y la
fascinación por lo oscuro de nuestras conciencias.
Precisamente
Lynch inició este camino en su ya ahora lejana “Cabeza borradora” (1976) y
luego se adhirió al “mainstream”, o el circuito comercial de Hollywood, con
obras impactantes, como “El hombre elefante”, o menores como “Duna”. No sin
razón, ciertos críticos y conocedores estiman que “The straight story” (1999) es su obra
maestra: la jornada de un hombre, en el ocaso de la vida, en busca de su
hermano, a quien no ve hace una década.
Lo cierto
es que este cineasta típicamente inadaptado, quien ha transitado por los
caminos más difíciles y menos aceptados de la producción independiente, ahora
es todo un ícono de ella y, agregaríamos, de la cinéfila cultura pop. “El
camino de los sueños” confirma la vertiente que comenzó a expresarse más
personalmente desde “Terciopelo azul”, una cinta que, en definitiva, figura
entre las mejores de la década del 80.
La
cotidianidad es reemplazada y subvertida por lo ominoso y lo cruel, en un
intento por mostrar, creemos, lo menos
obvio y racional de una sociedad como la
norteamericana, pero también puede verse, y sintonizarse, la permanente ambigüedad
y paradoja del espíritu humano.
Si en
“Terciopelo azul” Isabella Rossellini, en algún momento pareja en la vida real
de Lynch, y Dennis Hopper componían roles difíciles -auténticos casos
patológicos- ambos demostraron por igual que ciertos límites podrían ser
sobrepasados. Y de ello, precisamente, se encargó el cerebral director.
En medio de
este mundo de confusiones, los sueños y pesadillas van y vienen como si
recorrieran un sendero incierto. A Lynch le preocupa una puesta en escena que
no sólo llame al misterio al espectador y lo haga partícipe -cómplice- de un
intrincado juego, sino que a la vez le haga tomar en cuenta aquello que algunos
llaman “alteridad”: cómo todo se transmuta y se vuelve inexplicable, siempre
rozando lo ambiguo, la doble dimensión de lo real y lo soñado, la duda de no
saber a qué acogernos.
En “Corazón
salvaje” (Palma de Oro en Cannes en 1990), que algunos ven como una particular
relectura insana de “El mago de Oz”,
estamos de nuevo ante extremos de esta naturaleza, y la felicidad que en
el epílogo personifica la pareja formada por Laura Dern y Nicolas Cage,
protagonistas del filme, sufre más de un obstáculo para concretarse.
A fines de
los 80, Lynch realizó “Twin Peaks”, una exitosa serie de TV que no fue muy
difundida en Latinoamérica, casi siempre a la zaga de espectáculos que brillan
en el mundo industrializado. Una anécdota cuenta que el director trabajaba tan
misteriosamente al punto que no mostraba a los actores los guiones para los
capítulos finales y decisivos hasta el momento preciso antes de comenzar la
filmación. De dicha teleserie, bastante elogiada, provino el film “Twin Peaks:
Fire walk with me”, otra obra muy considerada y no sólo por los fieles
seguidores del cineasta.
“Lost
highway” o “Carretera perdida”, un filme difícil, límite, explosivo, se sitúa
en similar terreno que “El camino de los
sueños” y preludia -o supera, según se vea- su complejidad, trazando similares
misterios e interrogantes y proponiendo esas desconexiones del subconsciente
que, a estas alturas, ya han hecho de Lynch un director de culto. Y, por
cierto, la propia cultura de Lynch tiene presente como un punto central -a
veces culminante- la ilusión del mundo del cine, con sus representaciones de
ensueño, mágicas, misteriosas, y sus divas legendarias. Hay mucho de ello en
“Lost highway” (el rol de Patricia Arquette, sin duda) y específicamente en “El
camino de los sueños” (que es el camino de la “stars” -el rol de Naomi Watts- y
de Hollywood).
Entre la
dificultad argumental y la propuesta onírica, mucho más allá que la planteada
por cualquier filme plano, lineal y corriente en las carteleras habituales,
ambas cintas comparten el privilegio de mostrarnos a un cineasta que, justo es
reconocerlo, explora submundos poco transitados y nos entrega un inquieto
rompecabezas. Un “modelo para armar” que admite varias soluciones, considerando
-e incluso respetando- la que propone cada espectador.
Así, David
Lynch se sitúa hoy entre los grandes -ya no, digamos, Scorsese, Allen, Altman,
Coppola, Spielberg o valores recientes como Paul Thomas Anderson y Wes
Anderson, entre lo más destacado del cine norteamericano- y rehúye cualquier
pacto, consciente de su particularidad y
de sus propuestas tan aisladas y a contracorriente de todo el cine industrial.
Esa personalidad, y la actitud que conlleva, lo convierte en el maestro capaz
de deleitarnos en aquellas escenas, colmadas de pulsiones tanáticas y
sensaciones ambivalentes, subversivas, con un destino turbio, que nos acercan a
un “camino de los sueños” por una
misteriosa “carretera perdida”. Ese es el Lynch que esperamos en cada nueva
obra y que, sin titubeos, reconocemos en la revisión de su magnífica
filmografía.
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